domingo, 6 de mayo de 2018

DOS CUENTOS DE LECTURA OBLIGATORIA: EL PUEBLO EN LA CARA Y LA RAMA SECA.

EL PUEBLO EN LA CARA, de Miguel Delibes.

Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino del Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: “¿Dónde va el Estudiante?”. Y yo le dije: “¡Qué sé yo! Lejos”. “¿Por tiempo?” dijo él. Y yo le dije: “Ni lo sé”. Y él me dijo con su servicial docilidad: “Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?”. Y yo le dije: “Nada, gracias Aniano”.


Ya en el año cinco, y al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): “Isidoro ¿de qué pueblo eres tú?” Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: “¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?” O, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente “Ése no; ése es de pueblo”. Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: “Allá en mi pueblo”… o “El día que regrese a mi pueblo”, pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos: “Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara”.

Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, que los espárragos, junto al arroyo, brotarán más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: “Mira el Isi, va cogiendo andares de señoritingo”.

Así que, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos.

Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: “Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao.” O bien: “Allá en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies ” O bien: “Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón” O bien: “Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasco para reintegrarle a la colmena.”

Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.

                                                     De “Viejas historias de Castilla la Vieja”, de Miguel Delibes
                                                 Obras completas, vol. 2, Barcelona, Destino, 1966, pp. 373-74).




Lee el texto anterior y responda a las siguientes preguntas:

1.- ¿Por qué el protagonista se marcha a la ciudad?
2.- ¿Cómo es el trato que recibe de profesores y de compañeros?
3.- ¿Por qué evita decir determinadas frases?
4.- Cuando volvía al pueblo, ¿con qué hecho se alegraba?
5.- ¿Por qué se marcha para Bilbao? ¿Con qué intención?
6.-  ¿De qué problemas de salud está aquejado? ¿Qué le impiden?
7.- ¿En qué termina trabajando?
8.- Con el paso de los años, ¿se produce alguien cambio de actitud hacia su pueblo?
9.- ¿Cómo ve, al final, a los habitantes de ciudad?

10.- Pon en relación el título con el contenido general del texto.


LA RAMA SECA, de Ana María Matute

1
Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:
-Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con “Pipa”.
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abríael ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
-¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
-Juego con “Pipa” -decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
-¿Con quién hablas, tú?
-Con “Pipa”.
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por “Pipa”. Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:
-Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos…
-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado…
Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.
-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar -se decía.
2
Un día, por fin, se enteró de quién era “Pipa”.
-La muñeca -explicó la niña.
-Enséñamela…
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.
-No la veo, hija. Échamela…
La niña vaciló.
-Pero luego, ¿me la devolverá?
-Claro está…
La niña le echó a “Pipa” y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. “Pipa” era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.
-¿Me la echa, doña Clementina…?
Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a “Pipa” hacia la ventana. “Pipa” pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con “Pipa”.
-“Pipa”, no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, “Pipa”, cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, “Pipa”… Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña…
La niña hablaba con “Pipa” del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a “Pipa” en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
-Abre la boca, “Pipa”, que pareces tonta…
Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.
3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:
-¿Y la pequeña?
-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
-No sabía nada…
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir… ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
-¡Pascualín! ¡Pascualín!
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a “Pipa”, que me aburro sin “Pipa”…
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
-Pascualín -dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de “Pipa”:
-Que me traiga a “Pipa”, dígaselo usted, que la traiga…
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.
-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado “El Ideal”. Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En “El Ideal” compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. “La pequeña va a alegrarse de veras”, pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar…!
Cortó sus exclamaciones.
-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete…
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte…
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
-Mira lo que te traigo: te traigo otra “Pipa”, mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
-No es “Pipa” -dijo-. No es “Pipa”.
La madre empezó a chillar:
-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada…!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).
-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta…!
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:
-Te traigo a tu “Pipa”.
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.
-No es “Pipa”.
Día a día, doña Clementina confeccionó “Pipa” tras “Pipa”, sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas… ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos…
-¿Se va a morir?
-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa… ¡Va a ser mejor para todos!
5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por “Pipa” y su pequeña madre.
6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a “Pipa” entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!

FIN
Preguntas de comprensión:

1.- ¿Por qué dejaban a la niña encerrada en casa?
2.- ¿Qué tenían en común la niña y Doña Clementina?
3.- ¿Quién era Pipa? ¿Cómo era? ¿Qué hacía la niña con ella?
4.- ¿Por qué la niña está en cama?
5.- ¿Quién era Pascualín? ¿Qué le pide Doña Clementina a Pascualín? ¿Cómo reacciona este?
6.- ¿Por qué la madre le dice a su hija que es una desagradecida?
7.- ¿Por qué se muere la niña?
8.- ¿Cómo interpretas la última frase del cuento?

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