En
reiteradas oportunidades se puede demostrar que en “Cien Años de Soledad” el
realismo mágico es una forma de narración que tomó Gª Márquez para relatar
distintas circunstancias.
Esta
narración que parte de elementos realistas, se interna en una descripción
pormenorizadora de los hechos, los personajes y la naturaleza de América, en la
que "lo real" convive con "lo mágico". De esta conjunción
nace el realismo mágico. El realismo mágico surge en uno de los extremos de lo
real, y es allí donde se establece y edifica su narración. Ciertos hechos
sorprendentes son tomados como naturales.
Los autores
de este movimiento eligen los procedimientos neobarrocos para su expresión
literaria, ya que consideran que la desmesura de la realidad (reparar hasta en
los detalles más insignificantes) y los acontecimientos de Latinoamérica
encajan con precisión en los moldes de la artificiosidad y la parodia. Esta
relación es tan estrecha que no existe manera de separar esta temática
americana de los literarios.
Distintos
ejemplos de realismo mágico en la obra elegida:
* El diálogo
entre los vivos y los muertos:
"una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a
tomar agua al patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido,
con una expresión muy triste, tratando de cegar con un tampón de esparto el
hueco de su garganta. (...) - Vete al carajo- le gritó José Arcadio Buendía-.
Cuantas veces regreses volveré a matarte. (...)
Una noche en que lo encontró lavándose las heridas en
su propio cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más. – Está bien,
Prudencio – le dijo-. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no
regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo".
"Pero en realidad, la única persona con la que él
podía tener contacto desde hacía mucho tiempo era Prudencio
Aguilar....Prudencio iba dos veces al día a conversar con él.....era Prudencio
Aguilar quien lo limpiaba, le daba de comer y le llevaba noticias....".
* La cruz:
" El miércoles de ceniza, antes de que volvieran
a dispararse en el litoral, Amaranta consiguió que se pusieran ropas
dominicales y la acompañara a la iglesia. Más divertidos que piadosos, se
dejaron conducir hasta el comulgatorio, donde el padre Antonio Isabel les puso
en la frente la cruz de ceniza. De regreso a casa, cuando el menor quiso
limpiarse la frente, descubrió que la mancha era indeleble, y que lo eran
también la de sus hermanos. Probaron con agua y jabón, con tierra y estropajo,
y por último con piedra pómez y lejía, y no consiguieron borrarse la cruz. En
cambio, Amaranta y los demás que fueron a misa se la quitaron sin
dificultad".
* Cuando
Remedios, la bella, desparecía volando con una sábana:
"Fernanda sintió que un delicado viento de luz le
arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta
sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de
agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella,
empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad
para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas
a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la
mano...".
* Cuando
hubo en Macondo un diluvio que duro más de cuatro años:
"Llovió cuatro años, once meses y dos días".
* La peste
del insomnio con la cual los que se enferman dejan de dormir y olvidan el
nombre de las cosas, personas y de su propia identidad.
* Cuando
José Arcadio Buendía enloquece por el recuerdo de todos los que habían muerto,
y sus familiares lo dejaron atado a un castaño.
* Cuando el
padre Nicanor, por efecto del chocolate humeante, y como demostración del
infinito poder de Dios, se eleva doce centímetros del suelo, y además lo va demostrando
públicamente por las casas.
* La
cantidad de años que vivió uno de sus personajes, Úrsula:
"La última vez que le habían ayudado a sacar la
cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado
entre ciento quince y los ciento veintidós años".
* La lluvia
de flores:
"Poco después cuando el carpintero tomaba las
medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una
llovizna de minúsculas flores amarillas".
* Cuando
nace el último miembro de la familia con cola de cerdo:
"Sólo cuando lo voltearon boca abajo se dieron
cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para
examinarlo. Era una cola de cerdo".
* Cuando el
último integrante de la familia Buendía lo comen las hormigas:
" Y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado
y reseco, que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente
hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín".
LA PÉRDIDA
DE LA MEMORIA
Cuando su
padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más
impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el
pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla,
reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las
plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco,
estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía
llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no
se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en
la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes
de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay
que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que
herviría para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron
viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las
palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de
la letra escrita.
En la
entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y
otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas
se habían escrita claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el
sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron
al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les
resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más
contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de
leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese
recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las
alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como
el hombre moreno que había llegada a principios de abril y la madre se
recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano
izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en
que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas prácticas de
consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la
memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos
de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos
adquiridos en la vida.
Lo imaginaba
como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar
mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las
naciones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil
fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con
la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada
con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa
de José Arcadio Buendía.
Visitación
no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender
algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin
remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba
también cuarteada par la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la
existencia de las cosas, era evidente
que venían del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José
Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado
sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en
las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo
conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su
falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con
otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el
olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos
indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a
beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo
en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo
en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse
de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al
recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.
REMEDIOS LA BELLA
A pesar de
que el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios, la
bella, era en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás, y que lo
demostraba a
cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la abandonaron
a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la
soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus
baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados
silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar
en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa.
Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba
transparentada por una palidez intensa.
-¿Te sientes
mal? -le preguntó.
Remedios, la
bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de
lástima.
-Al
contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de
decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las
sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un
temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la
sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a
elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar
la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la
luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el
deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con
ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del
aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para
siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros
de la memoria.
Los
forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido por
fin a su irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar
la honra con la patraña de la levitación. Fernanda, mordida por la envidia,
terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios
que le devolviera las sábanas. La mayoría creyó en el milagro, y hasta se
encendieron velas y se rezaron novenarios.
LLEGAN LOS
GRINGOS
En el vagón especial
llegaron también, revoloteando en torno al señor Brown, los solemnes abogados
vestidos de negro que en otra época siguieron por todas partes al coronel
Aureliano Buendía, y esto hizo pensar a la gente que los agrónomos, hidrólogos,
topógrafos y agrimensores, así como míster Herbert con sus globos cautivos y
sus mariposas de colores, y el señor Brown con su mausoleo rodante y sus
feroces perros alemanes, tenían algo que ver con la guerra. No hubo, sin
embargo, mucho tiempo para pensarlo, porque los suspicaces habitantes de
Macondo apenas empezaban a preguntarse qué cuernos era lo que estaba pasando,
cuando ya el pueblo se había transformado en un campamento de casas de madera
con techos de cinc, poblado por forasteros que llegaban de medio mundo en el
tren, no sólo en los asientos y plataformas, sino hasta en el techo de los
vagones. Los gringos, que después llevaron mujeres lánguidas con trajes de
muselina y grandes sombreros de gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de
la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de
redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas
colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y
codornices. El sector estaba cercado por una malta metálica, como un gigantesco
gallinero electrificado que en los frescos meses del verano amanecía negro de
golondrinas achicharradas.
Nadie sabía
aún qué era lo que buscaban, o si en verdad no eran más que filántropos, y ya
habían ocasionado un trastorno colosal, mucho más perturbador que el de los
antiguos gitanos, pero menos transitorio y comprensible. Dotados de recursos
que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia
modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas, y
quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y
sus corrientes hela das en el otro extremo de la población, detrás del
cementerio. Fue en esa ocasión cuando construyeron una fortaleza de hormigón
sobre la descolorida tumba de José Arcadio, para que el olor a pólvora del
cadáver no contaminara las aguas. […]
Las
autoridades locales, después del armisticio de Neerlandia, eran alcaldes sin
iniciativa, jueces decorativos, escogidos entre los pacíficos y cansados
conservadores de Macondo. «Este es un régimen de pobres diablos comentaba el
coronel Aureliano Buendía cuando veía pasar a los policías descalzos armados de
bolillos de palo-. Hicimos tantas guerras, y todo para que no nos pintaran la
casa de azul.» Cuando llegó la compañía bananera, sin embargo, los funcionarios
locales fueron sustituidos por forasteros autoritarios, que el señor Brown se
llevó a vivir en el gallinero electrificado, para que gozaran, según explicó,
de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y
los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo. Los
antiguos policías fueron reemplazados por sicarios de machetes. Encerrado en el
taller, el coronel Aureliano Buendía pensaba en estos cambios, y por primera
vez en sus callados años de soledad lo atormentó la definida certidumbre de que
había sido un error no proseguir la guerra hasta sus últimas consecuencias. Por
esos días, un hermano del olvidado coronel Magnífico Visbal llevó su nieto de
siete años a tomar un refresco en los carritos de la plaza, y porque el niño
tropezó por accidente con un cabo de la policía y le derramó el refresco en el
uniforme, el bárbaro lo hizo picadillo a machetazos y decapitó de un tajo al
abuelo que trató de impedirlo. Todo el pueblo vio pasar al decapitado cuando un
grupo de hombres lo llevaban a su casa, y la cabeza arrastrada que una mujer
llevaba cogida por el pelo, y el talego ensangrentado donde habían metido los
pedazos de niño.
Para el
coronel Aureliano Buendía fue el límite de la expiación. Se encontró de pronto padeciendo
la misma indignación que sintió en la juventud, frente al cadáver de la mujer
que fue muerta a palos porque la mordió un perro con mal de rabia. Miró a los
grupos de curiosos que estaban frente a la casa y con su antigua voz
estentórea, restaurada por un hondo desprecio contra sí mismo, les echó encima
la carga de odio que ya no podía soportar en el corazón.
-¡Un día de
estos -gritó- voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de
mierda!
No hay comentarios:
Publicar un comentario