“Cien años de soledad” , de Gabriel García Márquez
Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de
Macondo no sabía por dónde empezar a asombrarse. Se trasnochaban contemplando
las pálidas bombillas eléctricas alimentadas por la planta que llevó Aureliano
Triste en el segundo viaje del tren, y a cuyo obsesionante tumtum costó tiempo
y trabajo acostumbrarse. Se indignaron con las imágenes vivas que el próspero
comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de bocas de
león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya
desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en
árabe en la película siguiente.
El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes
de los personajes, no pudo soportar aquella burla inaudita y rompió la
silletería. El alcalde, a instancias de don Bruno Crespi, explicó mediante un
bando que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos
pasionales del público. Ante la desalentadora explicación, muchos estimaron que
habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que
optaron por no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus
propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios. Algo
semejante ocurrió con los gramófonos de cilindros que llevaron las alegres
matronas de Francia en sustitución de los anticuados organillos, y que tan
hondamente afectaron por un tiempo los intereses de la banda de músicos. Al
principio, la curiosidad multiplicó la clientela de la calle prohibida, y hasta
se supo de señoras respetables que se disfrazaron de villanos para observar de
cerca la novedad del gramófono, pero tanto y de tan cerca lo observaron, que
muy pronto llegaron a la conclusión de que no era un molino de sortilegio, como
todos pensaban y como las matronas decían, sino un truco mecánico que no podía
compararse con algo tan conmovedor, tan humano y tan lleno de verdad cotidiana
como una banda de músicos. Fue una desilusión tan grave, que cuando los
gramófonos se popularizaron hasta el punto de que hubo uno en cada casa,
todavía no se les tuvo como objetos para entretenimiento de adultos sino como
una cosa buena para que la destriparan los niños En cambio, cuando alguien del
pueblo tuvo oportunidad de comprobar la cruda realidad del teléfono instalado
en la estación del ferrocarril, que a causa de la manivela se consideraba como
una versión rudimentaria del gramófono, hasta los mas incrédulos se
desconcertaron. Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad
de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén
entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de
que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la
realidad. Era un intrincado frangollo de verdades y espejismos, que convulsionó
de impaciencia al espectro de José Arcadio Buendía bajo el castaño y lo obligó
a caminar por toda la casa aun a pleno día. Desde que el ferrocarril fue
inaugurado oficialmente y empezó a llegar con regularidad los miércoles a las
once, y se construyó la primitiva estación de madera con un escritorio, el
teléfono y una ventanilla para vender los pasajes, se vieron por las calles de
Macondo hombres y mujeres que fingían actitudes comunes y corrientes, pero que
en realidad parecían gente de circo. En un pueblo escaldado por el escarmiento
de los gitanos no había un buen porvenir para aquellos equilibristas del
comercio ambulante que con igual desparpajo ofrecían una olla pitadora que un
régimen de vida para la salvación del alma al séptimo día; pero entre los que
se dejaban convencer por cansancio y los incautos de siempre, obtenían
estupendos beneficios. Entre esas criaturas de farándula, con pantalones de
montar y polainas, sombrero de corcho, espejuelos con armaduras de acero, ojos
de topacio y pellejo de gallo fino, uno de tantos miércoles llegó a Macondo y
almorzó en la casa el rechoncho y sonriente míster Herbert.
Nadie lo distinguió en la mesa mientras no se comió el primer
racimo de bananos. Aureliano Segundo lo había encontrado por casualidad,
protestando en español trabajoso porque no había un cuarto libre en el Hotel de
Jacob, y como lo hacía con frecuencia con muchos forasteros se lo llevó a la
casa. Tenía un negocio de globos cautivos, que había llevado por medio mundo
con excelentes ganancias, pero no había conseguido elevar a nadie en Macondo
porque consideraban ese invento como un retroceso, después de haber visto y
probado las esteras voladoras de los gitanos. Se iba, pues, en el próximo tren.
Lea el texto anterior y responda a las siguientes preguntas:
1.- ¿Por qué se indignan los habitantes de Macondo con el cine?
2.- ¿Cómo reaccionan debido a esa indignación?
3.- ¿Cómo intenta calmarlos don Bruno Crespi?
4.- ¿Por qué no regresan al cine?
5.- ¿Podría explicar en qué medida la llegada del gramófono afecta
a los intereses de las bandas de músicos?
6.- ¿Por qué se desilusionan con los gramófonos?
7.- ¿Cómo reacciona la población ante la llegada del teléfono?
8.- ¿Cómo se comporta el pueblo ante el comercio ambulante?
9.- ¿Por qué Aureliano Segundo lleva a su casa a míster Herbert?
10.- Al final del texto se dice que míster Herbert “se iba en el
próximo tren”. ¿Por qué razón abandona el pueblo?
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