CASA TOMADA, de Julio Cortázar (Lectura obligatoria)
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA
Nadie habrá dejado de observar
que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en
ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca
paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se
repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables.
Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la
derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un
peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos
elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio
que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá
formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una
planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan
particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie,
los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los
ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y
respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por
levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre
en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón.
Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se
recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no
ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie,
se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste
descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños
son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La
coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación.
Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente
los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella
fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se
moverá hasta el momento del descenso.
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
Había empezado a leer la novela
unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando
regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por
el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al
libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.
Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera
molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes
de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y
sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto
respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a
palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia
las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las
caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la
figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado:
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía
su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía
apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados
rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta
él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva
del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y
no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres
peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la
luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la
cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
CARTA A UNA SEÑORITA EN PARÍS
Andrée, yo no quería venirme a
vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más
bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las
más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la
lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en
el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive
bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí
los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los
almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal
que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un
crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y
tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun
aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una
mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de
metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno
ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano,
donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en
medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los
contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el
instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el
juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento
de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo
acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara,
destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase
por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su
casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como
siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el
departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de
mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me
lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta
carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque
me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las
cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida,
me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte,
que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las
correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me
azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las
maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor.
Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito.
Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero
naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en
cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas,
guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o
hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo
reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para
no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y
estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar
un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a
sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de
frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco
los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito
blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que
muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un
conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia
de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el
hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y
cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de
comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo
saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a
propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol
tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme,
continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus
conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso,
Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a
vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la
misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes,
había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal
vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el
problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa,
vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando
sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a
la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta
venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la
mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el
nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior.
Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo
que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se
había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué
todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido
preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan
sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a
usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un
mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes,
diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo;
pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia
inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de
Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y
distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el
conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con
suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la
misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una
cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o
cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a
los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el
conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a
entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales?
Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando
el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía
estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba
con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo
a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba
demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero,
mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la
expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una
fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que
más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo
que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me
volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no
jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo.
Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y
a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario
de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a
la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece
imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche
nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches
en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como
esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño
parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la
profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día
duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para
ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del
dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez
y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo,
pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio,
de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que
ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles,
el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos
transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que
sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de
tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más
amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de
pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi
tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles
al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y
ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven,
acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada
tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la
mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina
de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos.
Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de
su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni
faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la
alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente
constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a
mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca
cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de
Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio,
siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los
dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de
Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted
recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando
vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es
nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de
pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada
a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres
de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio
esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y
mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por
teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que
me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a
decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de
traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese
tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche
irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no
destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted
los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho
su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros
antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento
especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas
inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno
la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse,
nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y
mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se
puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas
apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he
dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera
afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso
Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un
quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el
deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de
Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias
desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido
levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los
muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y
mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué
seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y
entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi
consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de
la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna
noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y
llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es
Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living,
donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos
por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón
-porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense
usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con
que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque
debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée,
bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un
trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que
une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha
roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del
agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma
con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de
comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora
mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa
dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me
quedan.
Basta ya, he escrito esto porque
me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su
casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la
entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo
estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para
afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y
almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de
los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la
alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara,
en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo
que griten los conejos.
He querido en vano sacar los
pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos
de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi
extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta
culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien
reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude
para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco
insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza,
cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es
seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una
fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos
más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la
ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los
adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que
conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
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