LA SOLEDAD DE AMÉRICA LATINA
[Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982 -Texto completo]
Gabriel García Márquez
Antonio Pigafetta, un navegante
florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo,
escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin
embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con
el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las
espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos
parecían una
cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula,
cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer
nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que
aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia
imagen.
Este libro breve y fascinante, en
el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni
mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos
tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado,
nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos
años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En
busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Álvar Núñez Cabeza de Vaca
exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos
miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la
emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el
de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día
salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su
destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas
gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban
piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió
hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar
la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó
que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de
hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio
español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de
Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales
magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los
Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un
monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza
de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano
Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en
una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para
averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el
alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general
Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una
estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas
insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su
palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas,
han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales
de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres
históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido
un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en
llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos
sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y
la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En
este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador
luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América
Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos
morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa
occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi
los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes
de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en
cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus
hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por
las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto
cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil
perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la
cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones
hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su
población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de
habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha
perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El
Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que
se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América
latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta
realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha
merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es
la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras
incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación
insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y
nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación,
porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de
nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos
entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los
talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de
sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para
interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con
que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son
iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y
sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra
realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más
desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa
venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si
recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y
otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de
incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la
historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos
deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa
con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes
a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a
cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las
ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur
apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los
europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria
grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su
manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos
solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que
asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene
por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios
de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la
navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa,
parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la
originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con
toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio
social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada
tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo
latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la
violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de
injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3
mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras
fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a
merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la
opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los
diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las
guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la
ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera:
cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de
vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva
York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre
éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos
han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien
veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la
totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro
William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del
hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no
tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la
humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora
nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad
sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una
utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el
derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación
de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie
pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el
amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de
soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras
de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos
de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano
celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus
nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también
como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro
honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como
una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que
hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya
única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la
incomprensión y el olvido.
Es por ello apenas natural que me
interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las
verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el
sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera
tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas
modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha
sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una
vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el
inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está
visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y
alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del
Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan
milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de
Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria
nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de
la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y
repite las imágenes en los espejos.
En cada línea que escribo trato
siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la
poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus
virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes
de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad,
como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso
que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras
Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de
la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.
FIN
FANTASÍA Y CREACIÓN
ARTÍSTICA EN AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE
(Gabriel García Márquez)
Pienso que la imaginación es una facultad especial que
tienen los artistas para crear una realidad nueva a partir de la realidad en
que viven. Que, por lo demás, es la única creación artística que me parece
válida. Hablemos, pues, de la imaginación en la creación artística en América
Latina, y dejemos la fantasía para uso exclusivo de los malos gobiernos.
Es difícil el problema de que nos crean en América Latina y
el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema
ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde nuestros
orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura
escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que
nuestros cronistas de Indias. También ellos -para decirlo con un lugar común
irremplazable- se encontraron con que la realidad iba más lejos que la
imaginación.
El diario de Cristóbal Colón es la pieza más antigua de esa
literatura. Empezando porque no se sabe a ciencia cierta si el texto existió en
la realidad, puesto que la versión que conocemos fue transcrita por el padre
Las Casas de unos originales que dijo haber conocido. En todo caso, esa versión
es apenas un reflejo infiel de los asombrosos recursos de imaginación a que
tuvo que apelar Cristóbal Colón para que los Reyes Católicos le creyeran la
grandeza de sus descubrimientos. Colón dice que las gentes que salieron a
recibirlo el 12 de octubre de 1492 "estaban como sus madres los parieron".
Otros cronistas coinciden con él en que los caribes, como era natural en un
trópico todavía a salvo de la moral cristiana, andaban desnudos. Sin embargo,
los ejemplares escogidos que llevó Colón al palacio real de Barcelona estaban
ataviados con hojas de palmeras pintadas y plumas y collares de dientes y
garras de animales raros. La explicación parece simple: el primer viaje de
Colón, al revés de sus sueños, fue un desastre económico. Apenas si encontró el
oro prometido, perdió la mayor parte de sus naves, y no pudo llevar de regreso
ninguna prueba tangible del valor enorme de sus descubrimientos, ni nada que
justificara los gastos de su aventura y la conveniencia de continuarla. Vestir
a sus cautivos como lo hizo fue un truco convincente de publicidad. El simple
testimonio oral no hubiera bastado, un siglo después de que Marco Polo había
regresado de China con realidades tan novedosas e inequívocas como los
espaguetis y los gusanos de seda, y como lo habían sido la pólvora y la
brújula. Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por
la dificultad de hacerla creer.
Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido El primer viaje en torno del globo del
italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en su expedición
alrededor del mundo. Pigafetta dice que vio en el Brasil unos pájaros que no
tenían colas, otros que no hacían nidos porque no tenían patas, pero cuyas
hembras ponían y empollaban sus huevos en la espalda del macho y en medio del
mar, y otros que sólo se alimentaban de los excrementos de sus semejantes. Dice
que vio cerdos con el ombligo en la espalda y unos pájaros grandes cuyos picos
parecían una cuchara, pero carecían de lengua. También habló de un animal que
tenía cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola y
relincho de caballo. Fue Pigafetta quien contó la historia de cómo encontraron
al primer gigante de la Patagonia, y de cómo éste se desmayó cuando vio su
propia cara reflejada en un espejo que le pusieron enfrente.
La leyenda del Dorado es sin duda la más bella, la más
extraña y decisiva de nuestra historia. Buscando ese territorio fantástico,
Gonzalo Jiménez de Quesada conquistó casi la mitad del territorio de lo que hoy
es Colombia, y Francisco de Orellana descubrió el río Amazonas. Pero lo más
fantástico es que lo descubrió al derecho -es decir, navegando de las cabeceras
hasta la desembocadura-, que es el sentido contrario en que se descubren los
ríos. El Dorado, como el tesoro de Cuauhtémoc, siguió siendo un enigma para
siempre. Como lo siguieron siendo las once mil llamas cargadas cada una con
cien libras de oro, que fueron despachadas desde el Cuzco para pagar el rescate
de Atahualpa, y que nunca llegaron a su destino. La realidad fue otra vez más
lejos hace menos de un siglo, cuando una misión alemana encargada de elaborar
el proyecto de construcción de un ferrocarril trans-oceánico en el istmo de
Panamá, concluyó que el proyecto era viable, pero con una condición: que los
rieles no se hicieran de hierro, que era un metal muy difícil de conseguir en
la región, sino que se hicieran de oro. Tanta credulidad de los conquistadores
sólo era comprensible después de la fiebre metafísica de la Edad Media, y del
delirio literario de las novelas de caballería. Sólo así se explica la desmesurada
aventura de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que necesitó ocho años para llegar
desde España a México a través de todo lo que hoy es el sur de los Estados
Unidos, en una expedición cuyos miembros se comieron unos a otros, hasta que
sólo quedaron cinco de los 600 originales. El incentivo de Cabeza de Vaca, al
parecer, no era la búsqueda del Dorado, sino algo más noble y poético: la
fuente de la eterna juventud.
Acostumbrado a unas novelas donde había ungüentos para
pegarles las cabezas cortadas a los caballos, Gonzalo Pizarro no podía dudar
cuando le contaron en Quito, en el siglo XVI, que muy cerca de allí había un
reino con tres mil artesanos dedicados a fabricar muebles de oro, y en cuyo
palacio real había una escalera de oro macizo, y estaba custodiado por leones
con cadenas de oro. ¡Leones en los Andes! A Balboa le contaron un cuento
semejante en Santa María del Darién, y descubrió el Océano Pacífico. Gonzalo
Pizarro no descubrió nada especial, pero el tamaño de su credulidad puede
medirse por la expedición que armó para buscar el reino inverosímil: 300
españoles, 4000 indios, 150 caballos y más de mil perros amaestrados en la caza
de seres humanos.
Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada
plantea a la literatura es el de la insuficiencia de palabras. Cuando nosotros
hablamos de un río, lo más lejos que puede llegar un lector europeo es a
imaginarse algo tan grande como el Danubio, que tiene 2,790 km. Es difícil que
se imagine si no se le describe, la realidad del Amazonas, que tiene 5,500 km. de longitud.
Frente a Belén del Pará no se alcanza a ver la otra orilla, y es más ancho que
el mar Báltico. Cuando nosotros escribimos la palabra tempestad, los europeos
piensan en relámpagos y truenos, pero no es fácil que estén concibiendo el
mismo fenómeno que nosotros queremos representar. Lo mismo ocurre, por ejemplo,
con la palabra lluvia.
En la cordillera de los Andes, según la descripción que hizo
para los franceses otro francés llamado Javier Marimier, hay tempestades que
pueden durar hasta cinco meses. "Quienes no hayan visto esas tormentas
-dice- no podrán formarse una idea de la violencia con que se desarrollan.
Durante horas enteras los relámpagos se suceden rápidamente a manera de
cascadas de sangre y la atmósfera tiembla bajo la sacudida continua de los
truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de la montaña". La
descripción está muy lejos de ser una obra maestra, pero bastaría para
estremecer de horror al europeo menos crédulo. De modo que sería necesario
crear todo un sistema de palabras nuevas para el tamaño de nuestra realidad.
Los ejemplos de esa necesidad son interminables. F.W. Up de Graff, un
explorador holandés que recorrió el alto Amazonas a principios de siglo, dice
que encontró un arroyo de agua hirviendo donde se hacían huevos duros en cinco
minutos, y que había pasado por una región donde no se podía hablar en voz alta
porque se desataban aguaceros torrenciales. En algún lugar de la costa de
Colombia yo vi a un hombre rezar una oración secreta frente a una vaca que tenía
gusanos en la oreja, y vi caer los gusanos muertos mientras transcurría la
oración. Aquel hombre aseguraba que podía hacer la misma cura a distancia,
siempre que le hicieran la descripción del animal y le indicaran el lugar en
que se encontraba. El 8 de mayo de 1902, el volcán Mont Pelé, en la isla
Martinica, destruyó en pocos minutos el puerto Saint Pierre y mató y sepultó en
lava a la totalidad de sus 30.000 habitantes. Salvo uno: Ludger Sylvaris, el
único preso de la población, que fue protegido por la estructura invulnerable
de la celda individual que le habían construido para que no pudiera escapar.
Sólo en México habría que escribir muchos volúmenes para expresar su realidad
increíble.
Después de casi 20 años de estar aquí, yo podría pasar
todavía horas enteras, como lo he hecho tantas veces, contemplando una vasija
de frijoles saltarines. Racionalistas benévolos me han explicado que su
movilidad se debe a una larva viva que tienen dentro, pero la explicación me
parece pobre: lo maravilloso no es que los frijoles se muevan porque tengan
larva dentro, sino que tengan una larva dentro para que puedan moverse. Otra de
las extrañas experiencias de mi vida fue mi primer encuentro con el ajolote
(axólotl). Julio Cortázar cuenta, en uno de sus relatos, que conoció el ajolote
en el Jardín des Plantes de París, un día en que quiso ver los leones. Al pasar
frente a los acuarios -cuenta Cortázar- "soslayé los peces vulgares hasta
dar de pronto con el axólotl". Y concluye: "Me quedé mirándoles por
una hora, y salí, incapaz de otra cosa". A mí me sucedió lo mismo, en
Pátzcuaro, sólo que no lo contemplé por una hora sino por una tarde entera, y
volví varias veces. Pero había allí algo que me impresionó más que el animal
mismo, y era el letrero clavado en la puerta de la casa: "Se vende jarabe
de Ajolote".
El Caribe: centro de gravedad de lo increíble. Esa realidad
increíble alcanza su densidad máxima en el Caribe, que, en rigor, se extiende
(por el norte) hasta el sur de los Estados Unidos, y por el sur hasta el Brasil.
No se piense que es un delirio expansionista. No: es que el Caribe no es sólo
un área geográfica, como por supuesto lo creen los geógrafos, sino un área
cultural muy homogénea. En el Caribe, a los elementos originales de las
creencias primarias y concepciones mágicas anteriores al descubrimiento se sumó
la profusa variedad de culturas que confluyeron en los años siguientes en un
sincretismo mágico cuyo interés artístico y cuya propia fecundidad artística
son inagotables. La contribución africana fue forzosa e indignante, pero
afortunada. En esa encrucijada del mundo, se forjó un sentido de libertad sin
término, una realidad sin Dios ni ley, donde cada quien sintió que le era
posible hacer lo que quería sin límites de ninguna clase: y los bandoleros amanecían
convertidos en reyes, los prófugos en almirantes, las prostitutas en
gobernadoras. Y también lo contrario. Yo nací y crecí en el Caribe. Lo conozco
país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que
nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que
la realidad.
Lo más lejos que he podido llegar es a trasponerla con
recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no
tenga su origen en un hecho real. Una de esas trasposiciones es el estigma de
la cola de cerdo que tanto inquietaba a la estirpe de los Buendía en Cien años de soledad. Yo hubiera podido
recurrir a otra imagen cualquiera, pero pensé que el temor al nacimiento de un
hijo con cola de cerdo era la que menos probabilidades tenía de coincidir con
la realidad. Sin embargo, tan pronto como la novela empezó a ser conocida,
surgieron en distintos lugares de las Américas las confesiones de hombres y
mujeres que tenían algo semejante a una cola de cerdo. En Barranquilla, un
joven se mostró en los periódicos: había nacido y crecido con aquella cola,
pero nunca lo había revelado, hasta que leyó Cien años de soledad. Su
explicación era más asombrosa que su cola: "Nunca quise decir que la tenía
porque me daba vergüenza", dijo. "Pero ahora, leyendo la novela y
oyendo a la gente que la ha leído, me he dado cuenta de que es una cosa
natural." Poco después, un lector me mandó el recorte de la foto de una
niña de Seúl, capital de Corea del Sur, que nació con una cola de cerdo. Al contrario
de lo que yo pensaba cuando escribí la novela, a la niña de Seúl le cortaron la
cola y sobrevivió. Acompaño esa foto a esta ponencia, como homenaje a los
racionalistas incrédulos que forman parte de la concurrencia. Sin embargo, mi
experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del
patriarca. Durante casi 10 años leí todo lo que me fue posible sobre los
dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que
el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada
paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más
penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en
Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus
enemigos, tratando de escapar del tirano, se había escabullido de su condición
humana y se había convertido en perro negro.
EL REALISMO MÁGICO
El realismo mágico es un género
artístico y literario de mediados del siglo XX. El término fue inicialmente
usado por un crítico de arte, el alemán Franz Roh, para describir una pintura
que demostraba una realidad alterada, pero fue usado más tarde por ciertos
escritores latinoamericanos.
Entre sus principales exponentes
están el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el colombiano Gabriel García
Márquez, ambos galardonados con el Premio Nobel de Literatura, aunque muchos
aclaman como padres del realismo mágico a Juan Rulfo, Arturo Uslar Pietri con
su cuento "La lluvia"(1935), José de la Cuadra, Pablo Palacio y
otros. Jorge Luis Borges también ha sido relacionado al realismo mágico pero su
negación absoluta del realismo como género o mera posibilidad literaria lo pone
contra este movimiento. Laura Esquivel de México con "Como agua para
chocolate" y Alejo Carpentier, de Cuba, en su prólogo a “El reino de este
mundo”, define su escritura inventando el concepto de "real
maravilloso", que a pesar de sus semejanzas con el realismo mágico de Gabriel
García Márquez, no se tiene que asimilar con él. El realismo mágico se
desarrolló muy fuertemente en las décadas del 60 y 70, producto de las
discrepancias entre dos visiones que convivían en Hispanoamérica en ese
momento: la cultura de la tecnología y la cultura de la superstición. Además
surgió como modo de reaccionar mediante la palabra a los regímenes
dictatoriales de la época. Sin embargo, existen textos de este tipo desde la
década de 1930, de la mano de las obras de José de la Cuadra, en sus nouvelles
como "La Tigra".
El realismo mágico se define como
la preocupación estilística y el interés de mostrar lo irreal o extraño como
algo cotidiano y común. No es una expresión literaria mágica, su finalidad no
es la de suscitar emociones sino más bien expresarlas y es, sobre todas las
cosas, una actitud frente a la realidad. Una de las obras más representativas
de este estilo es Cien años de soledad
de Gabriel García Márquez.
Una vez Gabriel García Márquez
dijo: “Mi problema más importante era destruir la línea de demarcación que
separa lo que parece real de lo que parece fantástico. Porque en el mundo que
trataba de evocar, esa barrera no existía. Pero necesitaba un tono inocente,
que por su prestigio volviera verosímiles las cosas que menos lo parecían, y
que lo hiciera sin perturbar la unidad del relato. También el lenguaje era una
dificultad de fondo, pues la verdad no parece verdad simplemente porque lo sea,
sino por la forma en que se diga.”
Los siguientes elementos están
presentes en muchas novelas del realismo mágico, pero no necesariamente todos
se presentan en las novelas y también otras obras pertenecientes a otros
géneros pueden presentar algunas características similares.
* Contenido de elementos mágicos/ficticios,
percibidos por los personajes como parte de la "normalidad".
* Elementos mágicos tal vez intuitivos,
pero (por lo regular) nunca explicados.
* Presencia de lo sensorial como parte de
la percepción de la realidad.
* Se puede apreciar en el contenido de la
novela, representaciones de mitos y leyendas que por lo general son
latinoamericanas. Incluso, en el libro Cien años de soledad, se hace alusión al
mito de la humanidad, en el momento en que Adán y Eva se marchan del jardín del
Edén.
* Contiene multiplicidad de narradores
(combina primera, segunda y tercera persona), con el fin de darle distintos
puntos de vista a una misma idea y mayor complejidad al texto.
* El tiempo es percibido como cíclico, no
como lineal, según tradiciones disociadas de la racionalidad moderna.
* Se distorsiona el tiempo, para que el
presente se repita o se parezca al pasado.
* Transformación de lo común y cotidiano en
una vivencia que incluye experiencias "sobrenaturales" o
"fantásticas".
* Preocupación estilística, partícipe de
una visión "estética" de la vida que no excluye la experiencia de lo
real.
* El fenómeno de la muerte es tenido en
cuenta, es decir, los personajes pueden morir y luego volver a vivir.
* Planos de realidad y fantasía: hay hechos
de la realidad cotidiana combinándose con el mundo irreal, fantástico, del
autor, con un final inesperado o ambiguo.
* Escenarios americanos: en mayoría
ubicados en los niveles más duros y crudos de la pobreza y marginalidad social,
espacios donde la concepción mágica, mítica, aún es "vida real".
* El autor se encuadra fuera de la realidad
representada.
* Literatura para lectores cultivados, no
es popular.
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