martes, 16 de mayo de 2017

PEDRO PÁRAMO








                                                                                                       Juan Rulfo (1918-1986)
Pedro Páramo es la historia de un pueblo que, sometido al poder despótico del cacique Pedro Páramo, ha quedado reducido a cenizas. Cuando Juan Preciado, protagonista de la novela e hijo de Pedro Páramo, llega a Comala, movido por el deseo de conocer a su padre, se encuentra con la cara más amarga del abandono y la desolación. Y es que, en realidad, en Comala ya no queda nadie, sólo lamentos y quejas; las ánimas de los muertos que murieron sin saberlo.
Gracias a estos murmullos, Juan Preciado va reconstruyendo la historia del pueblo, pero, cuando quiere darse cuenta, ya es demasiado tarde para salvarse; es así como Rulfo lo presenta enterrado en el subsuelo, murmurando junto al resto de los personajes sobre sus intenciones frustradas.
La novela se presenta como un confuso mundo donde la distinción entre la vida y la muerte no es del todo clara, donde la historia del padre se entremezcla con la del hijo y donde la ficción y la realidad conviven en una aparente armonía. Para ello, Rulfo se sirve de una sintaxis sencilla, depurada, pleonástica y de una estructura compleja en la que sorprendentes vacíos y continuos saltos cronológicos transmiten esa idea de pecado que ahoga a los habitantes de Comala. cuanto a la ESTRUCTURA EXTERNA, la obra consta de 70 fragmentos breves que se distinguen unas de otras por un simple espacio tipográfico. El lector deberá hilar dichas fragmentos, como si de un rompecabezas se tratase, para así dar sentido a la historia narrada. Los continuos saltos cronológicos, así como la brusca alternancia entre monólogos interiores y diálogos, explican la necesaria relectura recomendada por el autor.
ESTRUCTURA
Por otro lado, la ESTRUCTURA INTERNA atiende a dos líneas narrativas, las cuales van desarrollándose gracias al entrecruce entre ambas.
La primera de ellas se corresponde con Juan Preciado, está narrada en primera persona y sigue un orden cronológico. La segunda gira en torno a Pedro Páramo, está narrada en tercera persona y carece de orden cronológico.
Pero, sin duda, lo que más sorprende al lector es que, en el fragmento 36, se da cuenta de que Juan Preciado está muerto y enterrado junto a Dorotea, a quien narra su historia en primera persona; historia que el lector pensaba que narraba para sí mismo.
Atendiendo a esto último, podemos situar los fragmentos 1-36 (ó 37) en la línea primera, referente a Juan Preciado, y el resto (38-70) en la segunda línea, en la cual Juan Preciado y Dorotea conocen la historia de Pedro Páramo a través de los murmullos.
Esta complicada estructura no es casual, sino fruto de una meditada elaboración basada en la eliminación, condensación e incansable autocorrección por parte del autor; tal y como confesó Rulfo, llevó a cabo una profunda supresión de aquello que constituían posibles intromisiones del autor. Esta supresión favorece el avance abrupto entre fragmentos, esto es, una elipsis narrativa de sucesos que sumerge al lector en un desorden cronológico difícil de reconstruir, y que recuerda a la narrativa de Faulkner.
Este desconcierto inicial, acentuado por el vacío entre los fragmentos 5 y 6, se va suavizando poco a poco con una serie de enlaces que permiten interrelacionar fragmentos y organizar el relato. El lector debe permanecer atento y abierto a las pistas que le permitan hilvanar los fragmentos y comprender, por tanto, la historia. Es esta participación del lector en la trama la que Rulfo persigue con su renovación de las técnicas narrativas hispanoamericanas.
OTRAS INNOVACIONES TÉCNICAS
De entre los aspectos técnicos que aparecen en la novela, ya se han citado, los más destacados: el entrecruce de dos historias diferentes, el desorden cronológico, las elipsis narrativas entre secuencias, la mezcla entre la ficción y la realidad, las descripciones sobrias pero a la vez intensas. Pero quizá sea el monólogo interior la modalidad narrativa más destacada en la obra de Rulfo.
J

Pedro Páramo (1955)
      Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
       Todavía antes me había dicho:
      —No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
      —Así lo haré, madre.
      Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.

FRAGMENTO INICIAL

      Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de la saponarias.
      El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja.»
      —¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
      —Comala, señor.
      —¿Está seguro de que ya es Comala?
      —Seguro, señor.
      —¿ Y por qué se ve esto tan triste?
      —Son los tiempos, señor.
      Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche.» Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.
      —¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaban.
      —Voy a ver a mi padre contesté.
      —¡Ah! — dijo él.
       Y volvimos al silencio.
       Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
      —Bonita fiesta le va a armar —volví a oír la voz del que iba allí a mi lado—. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
      Luego añadió:
      —Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
      En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
      —¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
      —No lo conozco —le dije—. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.
      —¡Ah!, vaya.
      —Sí, así me dijeron que se llamaba.
       Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.
       Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
      —¿A dónde va usted? —le pregunté.
      —Voy para abajo, señor.
      —¿Conoce un lugar llamado Comala?
      —Para allá mismo voy.
      Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
      —Yo también soy hijo de Pedro Páramo —me dijo.
       Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
      Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
      —Hace calor aquí —dije.
      —Sí, y esto no es nada me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
      —¿ Conoce usted a Pedro Páramo? — le pregunté.
       Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
      —¿Quién es? —volví a preguntar.
      —Un rencor vivo —me contestó él.
      Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
       Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien podía caber el dedo del corazón.
      Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.
      —Mire usted —me dice el arriero, deteniéndose— ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
      —No me acuerdo.
      —¡Váyase mucho al carajo!
      —¿Qué dice usted?
      —Que ya estamos llegando, señor.
      —Sí, ya lo veo. ¿ Qué paso por aquí?
      —Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.
      —No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie.
       —No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
      —¿ Y Pedro Páramo?

      —Pedro Páramo murió hace muchos años.

No hay comentarios:

Publicar un comentario