viernes, 23 de marzo de 2018

PASCUAL DUARTE (fragmentos)

Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos
como si fuésemos de cera y destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse.
Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya...
Nací hace ya muchos años -lo menos cincuenta y cinco- en un pueblo perdido por la provincia de Badajoz; el pueblo estaba a unas dos leguas de Almendralejo, agachado sobre una carretera lisa y larga como un día sin pan, lisa y larga como los días –de una lisura y una largura como usted, para su bien, no puede ni figurarse- de un condenado a muerte…
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 Tenía una perrilla perdiguera -la Chispa-, medio ruin, medio bravía, pero que se entendía muy bien conmigo; con ella me iba muchas mañanas hasta la Charca, a legua y media del pueblo hacia la raya de Portugal, y nunca nos volvíamos de vacío para casa.
Al volver, la perra se me adelantaba y me esperaba I siempre junto al cruce; había allí una piedra redonda y achatada como una silla baja, de la que guardo tan grato recuerdo como de cualquier persona; mejor, seguramente, que el que guardo de muchas de ellas...
Era ancha y algo hundida, y cuando me sentaba se me escurría un poco el trasero (con perdón) y quedaba tan acomodado que sentía tener que dejarla; me pasaba largos ratos sentado  sobre la piedra del cruce, silbando, con la escopeta entre las piernas, mirando lo que había de verse, fumando pitillos. La perrilla se sentaba enfrente de mí, sobre sus dos patas de atrás, y me miraba, con la cabeza
ladeada, con sus dos ojillos castaños muy despiertos; yo le hablaba y ella, como si quisiera entenderme mejor, levantaba un poco las orejas; cuando me callaba aprovechaba para dar unas carreras detrás de los saltamontes, o simplemente para cambiar de postura.
Cuando me marchaba, siempre, sin saber por qué, había de volver la cabeza hacia la piedra, como para despedirme, y hubo un día que debió parecerme tan triste por mi marcha, que no tuve más suerte que volver mis pasos a sentarme de nuevo... La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría, como dicen que es la de los linces... Un temblor recorrió todo mi cuerpo; parecía como una corriente que forzaba por salirme por los brazos. El pitillo se me había apagado; la escopeta, de un solo caño, se dejaba acariciar, lentamente, entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviese que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal... Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía  una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra.
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Si Mario hubiera tenido sentido de él. Poco vivió entre nosotros; parecía como que hubiera olido el parentesco que le esperaba y hubiera preferido sacrificarlo a la compañía de los inocentes en el limbo. ¡Bien sabe Dios que acertó con el camino, y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse años! Cuando nos abandonó no había cumplido todavía los diez años, que si
pocos fueron para lo demasiado que había de sufrir, suficientes debieran de haber sido para llegar a hablar y a andar, cosas ambas que no llegó a conocer; el pobre no pasó de arrastrarse por el suelo como si fuese una culebra y de hacer unos ruiditos con la garganta y con la nariz como si fuese una rata; fue lo único que aprendió. [...] Un día -teniendo la criatura cuatro años-la suerte se volvió tan de su contra que, sin haberlo buscado ni deseado, sin a nadie haber molestado y sin haber tentado a Dios, un guarro (con
perdón) le comió las dos orejas. Don Raimundo, el boticario, le puso unos polvos amarillos, de seroformo, y tanta dolor daba el
verlo amarillado y sin orejas que todas las vecinas, por llevarle consuelo, le llevaban, las más, un tejeringo los domingos; otras,
unas almendras; algunas, aceitunas en aceite o un poco de chorizo... ¡Pobre Mario, y cómo agradecía con sus ojos negrillos los
consuelos! Si mal había estado hasta entonces, mucho más mal le aguardaba después de lo del guarro (con perdón); pasábase los
días y las noches llorando y aullando como un abandonado, y como la poca paciencia de la madre la agotó cuando más falta le
hacía, se pasaba los meses tirado por los suelos, comiendo lo que le echaban, y tan sucio que aun a mí que, ¿para qué mentir?,
nunca me lavé demasiado, llegaba a darme repugnancia. Cuando un guarro (con perdón) se le ponía a la vista, cosa que en la
provincia pasaba tantas veces al día como no se quisiese, le entraban al hermano unos corajes que se ponía como loco: gritaba con
más fuerza aún que la costumbre, se atosigaba por esconderse detrás de algo y en la cara y en los ojos un temor se le acusaba, que
dudo que no lograse parar al mismo Lucifer que a la Tierra subiese.
Me acuerdo que un día -era un domingo- en una de esas temblequeras tanto espanto llevaba, y tanta rabia dentro, que en su huida le
dio por atacar -Dios sabría por qué- al señor Rafael, que en casa estaba porque, desde la muerte de mi padre, por ella entraba y salía
como por terreno conquistado; no se le ocurriera peor cosa al pobre que morderle en una pierna al viejo, y nunca lo hubiera hecho,
porque éste con la otra pierna le arreó tal patada en una de las cicatrices que lo dejó como muerto y sin sentido, manándole una
agüilla que me dio por pensar que agotara la sangre. El vejete se reía como si hubiera hecho una hazaña, y tal odio le tomé aquel día
que, por mi gloria le juro que de no habérselo llevado Dios de mis alcances, me lo hubiera endiñado en cuanto hubiera tenido
ocasión para ello.
La criatura se quedó tirada todo lo larga que era, y mi madre -le aseguro que me asusté en aquel momento que la vi tan ruin- no lo
cogía y se reía haciéndole el coro al señor Rafael; a mí, bien lo sabe Dios, no me faltaron  voluntades para levantarlo, pero preferí
no hacerlo…¡Si el señor Rafael, en el momento, me hubiera llamado blando, por Dios que lo machaco delante de mi madre […]
Cuando el señor Rafael acabó por marcharse, mi madre recogió a Mario, lo acunó en el regazo y le estuvo lamiendo la herida toda
la noche, como perra parida a los cachorros; el chiquillo se dejaba querer y sonreía… Se quedó dormidito y en sus labios quedaba
aún la señal de que había sonreído. Fue aquella noche, seguramente, la única vez en su vida que le vi sonreír…

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