viernes, 23 de marzo de 2018

LA NOVELA DE LOS AÑOS 40

 La Guerra Civil supuso un tajo en la narrativa española. Algunos narradores mueren en este periodo (Unamuno, Valle-Inclán), otros no volverán a escribir obras significativas (Baroja, Azorín), otros morirán en la contienda o tendrán que partir para el exilio (Max Aub, Francisco Ayala, Ramón J. Sender).

Por otro lado, los nuevos narradores tendrán que afrontar la censura franquista y la miseria generalizada. No obstante, en este sentido los premios literarios, como el Nadal, servirán para promocionar a estos nuevos escritores.

El ambiente de desorientación cultural de comienzos de la posguerra es muy acusado en el campo de la novela. Como dijimos, se ha roto con la tradición inmediata: quedan prohibidas las novelas sociales de preguerra, así como las obras de los exiliados. Por otra parte, dadas las dramáticas circunstancias, no puede servir de modelo la novela «deshumanizada», ni resultan imitables novelistas como Miró, Pérez de Ayala o Ramón Gómez de la Serna. Retrocediendo más, sólo la obra de Baroja parece servir de ejemplo para ciertos narradores de la llamada generación del 36 (o de la guerra).

Pero, junto al desolado realismo barojiano, se cultivaron otras líneas: la novela psicológica, la poética y simbólica, etc. Es una época de búsqueda, de tanteos muy diversos (y no podremos entrar en muchos detalles).

Algunos autores que habían publicado ya antes de la guerra, y que gozaron del favor oficial, hubieran podido servir de puente: así, García Serrano, Sánchez Mazas, etc.; pero sus aportaciones fueron escasas o no tuvieron eco. Otros, como Zunzunegui o Darío Fernández Flórez, alcanzarían cierta resonancia dentro de un realismo tradicional.

Dos fechas suelen señalarse como indicios de un nuevo arranque del género: 1942, con La familia de Pascual Duarte de Cela, y 1945, con Nada de Carmen Laforet. (Pero entre esos años, o poco después, se revelan autores como Torrente Ballester, Gironella, Delibes...). Pascual Duarte, con su agria visión de la realidad, inauguró una corriente que se llamó tremendismo y que consistía en una selección de los aspectos más duros de la vida.

En cuanto a Nada, de C. Laforet (Premio Nadal), causó un fuerte impacto. Su autora, una estudiante de veintitrés años, presentaba −sin el menor «tremendismo»− a una muchacha como ella que había ido a estudiar a Barcelona, donde vive con unos familiares en un ambiente sórdido de mezquindad, de histeria, de ilusiones fracasadas, de vacío... Era una parcela irrespirable de la realidad cotidiana del momento, recogida con un estilo desnudo y un tono desesperadamente triste.



Sinopsis argumental de Nada

Para estudiar en la Universidad y con el estímulo de abrirse a una nueva vida, Andrea se traslada a Barcelona, donde permanecerá algo más del tiempo que dura el curso académico. Su existencia transcurre en dos ámbitos diferentes: el muy problemático de los parientes con que vive, todos ellos personajes venidos a menos tanto social como, sobre todo, psicológicamente, y el ambiente desenfadado de sus compañeros de estudios.

Entre ambos universos se establecerá un inesperado contacto cuando su vital amiga Ena inicie una confusa relación con uno de los tíos con los que convive. Sucesivos episodios en el trasfondo sórdido de los años posteriores a la guerra civil española constituirán un decepcionante bagaje de experiencia vital al final del año

De tristezas y de frustración hablaba también Delibes en su primera novela, La sombra del ciprés es alargada (1947), aunque con el contrapeso de una honda religiosidad. Y diversas miserias y angustias entrarán en las páginas de otros autores: Gironella, Darío Fernández Flórez, Zunzunegui, etc.

El reflejo amargo de la vida cotidiana es, pues, una nota frecuente en la novela de posguerra. Su enfoque se hace desde lo existencial. De ahí que los grandes temas sean la soledad, la inadaptación, la frustración, la muerte... Es sintomática la abundancia de personajes marginales y desarraigados, o desorientados y angustiados (bastaría fijarse en los protagonistas de las novelas citadas). Todo ello revela el malestar del momento. Malestar que, en último término, es social, y que se trasluce en esas pinturas grises, cuando no sombrías. Pero la censura hace imposible cualquier intento de denuncia y limita los alcances del testimonio. Por eso, en conjunto, aún no puede hablarse de una novela «social»; todo lo más, ha podido llamarse a algunas de estas obras novelas parasociales. Insistamos: más que los testimonios sobre la España de la época, lo que resulta característico de los años 40 es la trasposición del malestar social a la esfera de lo personal, de lo existencial.

A tales desazones escapan, naturalmente, los autores que podríamos llamar «triunfalistas» o, al menos, conformistas o adictos al Régimen. Así, un García Serrano, que canta la victoria militar en novelas de estimables cualidades (La fiel infantería, p. e.). Pero cierto malestar puede apreciarse incluso en autores conformistas, como Ignacio Agustí, quien no puede omitir notas disonantes al trazar el amplio cuadro de la burguesía catalana en Mariona Rebull (1944) y su continuación (otras cuatro novelas)

Más complejo es el caso de Torrente Ballester, en cuya primera novela, Javier Mariño, no ocultaba inquietudes, pero tuvo que adoptar un final triunfalista por presiones ideológicas.

Como balance, acaso fue ya bastante que la novela echase a andar; en este oscuro periodo nacen autores como Cela, Delibes o Torrente Ballester que con el tiempo se convertirán en los más importantes narradores de la posguerra.

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