Yo no hablo esta noche como autor ni como poeta ni como
estudiante sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente
apasionado del teatro de acción social.
El teatro es uno de los más expresivos
y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca
su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus
ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la
sensibilidad del pueblo; y un teatro destrozado donde las pezuñas sustituyen a
las alas, puede achabacanar y adormecer a una nación entera.
El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre
donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y
explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del
hombre.
Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está
muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el
latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de
su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino
sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama "matar el
tiempo". No me refiero a nadie ni quiero herir a nadie; no hablo de la
realidad viva, sino del problema planteado sin solución.
Yo oigo todos los días, queridos amigos, hablar de la crisis del
teatro, y siempre pienso que el mal no está delante de nuestros ojos, sino en
lo más oscuro de su esencia; no es un mal de flor actual, o sea de obra, sino
de profunda raíz, que es, en suma, un mal de organización. Mientras que actores
y autores estén en manos de empresas absolutamente comerciales, libres y sin
control literario ni estatal de ninguna especie, empresas ayunas de todo criterio
y sin garantía de ninguna clase, actores, autores y el teatro entero se hundirá
cada día más, sin salvación posible.
El delicioso teatro ligero de revistas, vodevil y comedia bufa,
géneros de los que soy aficionado espectador, podría defenderse y aun salvarse;
pero el teatro en verso, el género histórico y la llamada zarzuela hispánica
sufrirán cada día más reveses, porque son géneros que exigen mucho y donde
caben las innovaciones verdaderas, y no hay autoridad ni espíritu de sacrificio
para imponerlas a un público al que hay que domar con altura y contradecirlo y
atacarlo en muchas ocasiones. El teatro se debe imponer al público y no el
público al teatro. Para eso, autores y actores deben revestirse, a costa de
sangre, de gran autoridad, porque el público de teatro es como los niños en las
escuelas: adora al maestro grave y austero que exige y hace justicia, y llena
de crueles agujas las sillas donde se sientan los maestros tímidos y adulones,
que ni enseñan ni dejan enseñar.
Al público se le puede enseñar, conste que digo público, no
pueblo; se le puede enseñar, porque yo he visto patear a Debussy y a Ravel hace
años, y he asistido después a las clamorosas ovaciones que un público popular
hacía a las obras antes rechazadas. Estos autores fueron impuestos por un alto
criterio de autoridad superior al del público corriente, como Wedekind en
Alemania y Pirandello en Italia, y tantos otros.
Arte por encima de todo. Arte nobilísimo. y vosotros, queridos
actores, artistas por encima de todo. Artistas de pies a cabeza, puesto que por
amor y vocación habéis subido al mundo fingido y doloroso de las tablas.
Artistas por ocupación y preocupación. Desde el teatro más modesto al más
encumbrado se debe escribir la palabra "Arte" en salas y camerinos,
porque si no vamos a tener que poner la palabra "Comercio" o alguna
otra que no me atrevo a decir. Y jerarquía, disciplina y sacrificio y amor.
Yo sé que no tiene razón el que dice: "Ahora mismo, ahora,
ahora" con los ojos puestos en las pequeñas fauces de la taquilla, sino el
que dice "Mañana, mañana, mañana" y siente llegar la nueva vida que
se cierne sobre el mundo.
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Aquí lo grave es que las gentes que van al teatro no quieren que
se les haga pensar sobre ningún tema moral. Además, van al teatro como a
disgusto. Llegan tarde, se van antes que termina la obra, entran y salen sin
respeto alguno. [...] Yo espero para el teatro la llegada de la luz de arriba
siempre, del paraíso. En cuanto los de arriba bajen al patio de butacas, todo
estará resuelto. Lo de la decadencia del teatro a mí me parece una estupidez.
Los de arriba son los que no han visto Otelo ni Hamlet, ni nada, los pobres.
Hay millones de hombres que no han visto teatro. ¡Ah! ¡Y cómo saben verlo
cuando lo ven! Yo he presenciado en Alicante cómo todo un pueblo se ponía en
vilo al presenciar una representación de la cumbre del teatro católico español:
La vida es sueño. No se diga que no lo sentían. Para entenderlo, las luces
todas de la teología son necesarias. Pero para sentirlo, el teatro es el mismo
para la señora encopetada como para la criada. No se equivocaba Moliere al leer
sus cosas a la cocinera.
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El teatro fue siempre mi vocación. He dado al teatro muchas
horas de mi vida. Tengo un concepto del teatro en cierta forma personal y
resistente. El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y
al hacerse, habla y grita, llora y se desespera. El teatro necesita que los
personajes que aparezcan en la escena lleven un traje de poesía y al mismo
tiempo que se les vean los huesos, la sangre. Han de ser tan humanos, tan
horrorosamente trágicos y ligados a la vida y al día con una fuerza tal, que
muestren sus traiciones, que se aprecien sus olores y que salga a los labios
toda la valentía de sus palabras llenas de amor o de ascos. Lo que no puede
continuar es la supervivencia de los personajes dramáticos que hoy suben a los
escenarios llevados de las manos de sus autores. Son personajes huecos, vacíos
totalmente, a los que sólo es posible ver a través del chaleco un reloj parado,
un hueso falso o una caca de gato de esas que hay en los desvanes. Hoy en
España, la generalidad de los autores y de los actores ocupan una zona apenas
intermedia. Se escribe en el teatro para el piso principal y se quedan sin
satisfacer la parte de butacas y los pisos del paraíso. Escribir para el piso principal es lo más triste del mundo. El
público que va a ver cosas queda defraudado. Y el público virgen, el público
ingenuo, que es el pueblo, no comprende cómo se le habla de problemas
despreciados por él en los patios de vecindad.
En este momento dramático del mundo, el artista debe llorar y
reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango
hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas. Particularmente, yo
tengo un ansia verdadera por comunicarme con los demás. Por eso llamé a las
puertas del teatro y al teatro consagro toda mi sensibilidad.
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