Durante toda la noche estuve
dándole vueltas al asunto. Mientras preparaba la cena, mientras cenaba,
mientras fregaba los platos de la cena, mientras bebía un vaso de leche mirando
sin ver la televisión, imaginé un principio y un final, organicé episodios,
inventé personajes, mentalmente escribí y reescribí muchas frases.
Tumbado en la cama, desvelado y a
oscuras (sólo los números del despertador digital ponían un resplandor rojo en
la cerrada tiniebla del dormitorio), la cabeza me hervía, y en algún momento,
de forma inevitable, porque la edad y los fracasos imprimen prudencia, traté de
refrenar el entusiasmo recordando mi último descalabro.
Fue entonces cuando lo pensé.
Pensé en el fusilamiento de Sánchez Mazas y en que Miralles había sido durante
toda la guerra civil un soldado de Líster, en que había estado con él en
Madrid, en Aragón, en el Ebro, en la retirada de Cataluña. “¿Por qué no en el
Collell?”, pensé. Y en aquel momento, con la engañosa pero aplastante lucidez
del insomnio, como quien encuentra por un azar inverosímil y cuando ya había
abandonado la búsqueda (porque uno nunca encuentra lo que busca, sino lo que la
realidad le entrega), la pieza que faltaba para que un mecanismo completo pero
incapaz desempeñe la función para la que ha sido ideado, me oí murmurar en el
silencio sin luz del dormitorio: “Es él”.
Salté de la cama, descalzo y de
tres zancadas fui al comedor, descolgué el teléfono, marqué el número de Bolaño.
Estaba aguardando respuesta cuando vi que el reloj de pared marcaba las tres y
media; dudé un momento; luego colgué.
Creo que hacia el amanecer
conseguí dormirme. Antes de las nueve telefoneé de nuevo a Bolaño. Me contestó
su mujer: Bolaño todavía estaba en la cama. No conseguí hablar con él hasta las
doce, desde el periódico. Casi a bocajarro le pregunté si tenía intención de
escribir sobre Miralles; me dijo que no. Luego le pregunté si alguna vez le
había oído mencionar a Miralles el santuario del Collell; Bolaño me hizo
repetir el nombre.
-No –dijo por fin-. No que yo
recuerde.
-¿Y el de Rafael Sánchez Mazas?
-¿El escritor?
-Sí –dije-. El padre de Ferlosio.
¿Lo conoces?
-He leído alguna cosa suya,
bastante buena, por cierto. ¿Pero por qué iba a mencionarlo Miralles? Nunca
hablé con él de literatura. Y, además, ¿a qué viene este interrogatorio?
Ya iba a contestarle con una
evasiva cuando reflexioné a tiempo que sólo a través de Bolaño podía llegar a
Miralles. Brevemente se lo expliqué.
-¡Chucha, Javier! –exclamó
Bolaño-. Ahí tienes una novela cojonuda. Ya sabía yo que estabas escribiendo.
-No estoy escribiendo.
–Contradictoriamente añadí-: Y no es una novela. Es una historia con hechos y
personajes reales. Un relato real.
-Da lo mismo –replicó Bolaño-.
Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee,
que es el único que cuenta. De todos modos, lo que no entiendo es cómo puedes
estar tan seguro de que Miralles es el miliciano que salvó a Sánchez Mazas.
-¿Quién te ha dicho que lo esté?
Ni siquiera estoy seguro de que estuviera en el Collell. Lo único que digo es
que Miralles pudo estar allí y que, por tanto, pudo ser el miliciano.
-Pudo serlo –murmuró Bolaño,
escéptico-. Pero lo más probable es que no lo sea. En todo caso...
-En todo caso se trata de
encontrarlo y de salir de dudas –le corté, adivinando el final de su frase:
“...si no es él, te inventas que es él”-. Para eso te llamaba. La pregunta es:
¿tienes alguna idea de cómo localizar a Miralles?
Javier Cercas,
Soldados de Salamina, Tusquets, Barcelona, 2001,
pp. 164-166.
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