viernes, 16 de diciembre de 2016

DE PASEO POR ROMA CON ALBERTI

INTERLUDIO LÍRICO o
TRÁNSITO DEL TÍBER CON MUCHO VUELO POÉTICO

Y, bajando por vía Garibaldi, llegamos a la finca sita en el número 88, residencia, durante sus años romanos, del poeta gaditano Rafael Alberti.

Como la mayor parte de los poetas de la Generación del 27, sufrió las consecuencias de la Guerra Civil y posterior franquismo y tuvo que emprender el viaje del exilio, primero en Argentina y a partir de 1963 en Roma, hasta su regreso a España tras la llegada de la democracia.
Con el dinero del Premio Lenin por la Paz, Alberti compró este palacete en Via Garibaldi 88, que llegaría a ser un auténtico santuario y meta de peregrinos antifranquistas. El propio poeta bromeaba diciendo que los españoles iban a Roma para ver al Papa o a verle a él.
Aprovechamos para leer un soneto en el que el poeta enumera todo aquello a lo que ha tenido que renunciar con su exilio y le ruega a la ciudad de Roma que de alguna manera le recompense tamaña pérdida.

Dejé por ti mis bosques, mi perdida
arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados
hasta casi el invierno de la vida.

Dejé un temblor, dejé una sacudida,
un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados
ojos sangrantes de la despedida.

Dejé palomas tristes junto a un río,
caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte.

Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto como dejé para tenerte.

Quizá Alberti pretendía que el ayuntamiento de Roma le consagrase el nombre de una de las calles de Trastevere, el Vicolo del Cinque o del Bologna convertidos en il Vicolo di Rafael Alberti già del Cinque, già del Bologna, como manifiesta en estas frases:

Ahora espero que algún día, en alguna fecha de aniversario, el comune de la Ciudad Eterna estampe en algún vicolo, no lejano de mi Vía Garibaldi, una placa que diga: «Vicolo di Rafael Alberti (antes del Cinque, del Cedro, etcétera)», porque yo me instalé aquí, me convertí en vecino de este barrio para cantarlo humildemente, graciosamente, rehuyendo la Roma monumental, amando sólo la antioficial, la más antigoethiana que pueda imaginarse: la Roma trasteverina de los artesanos, los muros rotos, pintarrajeados de inscripciones políticas o amorosas, la secreta, estática, nocturna y, de improviso, muda y solitaria.

Más o menos nos pretende decir humildemente que, solo con su figura, vestida había dejado a Roma de su hermosura.

No obstante, fue nombrado en 1998 ciudadano de honor de Roma; acudió al acto con una camisa rosa fucsia que desencadenó no pocos comentarios en España.

Mientras hablamos del poeta, se abre el portón del edificio y un señor altivo, de melena plateada, sale a deambular por las callejas de Trastevere, viste pantalón y chaqueta vaqueros, una solapa roja y la otra amarilla, pero la camisa es de un fucsia desvaído, casi violeta.
Lo seguimos y nos dejamos llevar por los callejones trasteverinos.

Puedo confesar que en mi amado barrio tuve que volverme torero, adiestrándome en ceñirme, en adelgazarme contra los muros, en salir por pies, corriendo veloz como ante un toro, al ver llegar aquellas exhalaciones interplanetarias, ciegas y sin aviso, por tan estrechas calles y retorcidos callejones. De ahí nació, a poco más de un año de vida romanesca valerosa, un libro, titulado con astronómica exactitud: “Roma, peligro para caminantes”.

Por ello, el poeta en otro de sus sonetos da consejos para caminar por la ciudad eterna:

Trata de no mirar sus monumentos,
caminante, si a Roma te encaminas.
Abre cien ojos, clava cien retinas,
esclavo siempre de los pavimentos.
Trata de no mirar tantos portentos,
fuentes, palacios, cúpulas, ruinas,
pues hallarás mil muertes repentinas
–si vienes a mirar–, sin miramientos.
Mira a diestra, a siniestra, al vigilante.
Párate al ¡alto!, avanza al ¡adelante!
Marcha en un hilo, el ánimo suspenso.
Si vivir quieres, vuélvete paloma;
Si perecer, ven, caminante, a Roma,
Alma garage, alma garage inmenso.

Pasa por delante del bar Settimiano, donde se suele reunir con otros pintores como el argentino Alejandro Kokochinski, a través de quien conocerá a su amante, la bióloga catalana Beatriz Amposta, que por entonces se encontraba trabajando en Roma con una beca de estudios y para la que escribirá una serie de poemas de amor. ¿Adónde irá?
Casi nadie sabe que el poeta ha comprado una buhardilla en una esquina trasteverina llamada Vicolo del Bologna, donde se pasa días enteros escribiendo y pintando. La pintura le ha granjeado grandes amistades como la del pintor Carlo Quattrucci, con quien también trabaja en Via dei Riari. Parece que para allá se encamina, pero no, gira a la derecha y entra en via della Scala. Es temprano por la mañana y aún vemos restos de la movida nocturna del barrio. Hay botellas y vasos rotos y alguna que otra meada, como en los tiempos del poeta:

Verás entre meadas y meadas,                    
más meadas de todas las larguras:             
unas de perros, otras son de curas             
y otra quizá de monjas disfrazadas.            

Las verás lentas o precipitadas,                  
tristes o alegres, dulces, blandas, duras,                
meadas de las noches más oscuras             
o las más luminosas madrugadas.              

Piedras felices, que quien no las mea,                     
si es que no tiene retención de orina,                       
si es que no ha muerto es que ya está expirando.               

Mean las fuentes... Por la luz humea                       
una ardiente meada cristalina...                  
y alzo la pata... Pues me estoy meando.

Llegamos a la Plaza de Santa María, en cuyas terrazas suele pasar largas horas el poeta contemplando la vida del barrio, se detiene a tomar un café en el Caffè Marzio, donde podemos ver algún dibujo y algún que otro poema suyo, como el dedicado al perro Marco:

Marco, te recordamos.
Eras el viejo amigo,
La plaza, los rumores
De la fuente, el pacífico
Sonido de las horas,
El lento, el pensativo
Marco de mirar triste,
Tierno y casi perdido,
Gruñidor y orgulloso,
A veces, pero digno.
Las noches de verano
Eran bellas contigo.
Escuchabas la música
O dormías tranquilo.
Marco, estás con nosotros,
Sigues aquí, estás vivo.

Con las campanas de Santa María,
Los que no te olvidamos y quisimos,
Te llamaremos y veremos siempre
En el aire y la luz trasteverinos.

Pero tampoco se detiene aquí por mucho tiempo; ya de nuevo en la Plaza de Santa María gira a la izquierda.
Siguiendo al poeta, nos hemos terminado perdiendo por los callejones; estamos rodeados de basura:

Cáscaras, trapos, tronchos, cascarones,                
latas, alambres, vidrios, bacinetas,             
restos de autos y motocicletas,                     
botes, botas, papeles y cartones.                  

Ratas que se meriendan los ratones,           
gatos de todas clases de etiquetas,               
mugre en los patios, en los muros grietas               
y la ropa colgada en los balcones.               

Fuentes que cantan, gritos que pregonan,               
arcos, columnas, puertas que blasonan                  
nombres ilustres, seculares brillos.             

Y ante tanta grandeza y tanto andrajo                     
una mano que pinta noche abajo                 
por las paredes hoces y martillos.               

Finalmente, divisamos un puente sobre el Tíber, se trata del ponte Sisto. El marinero en tierra convertido en barquero nos ayudará a cruzarlo. El poeta solo ve en esta ciudad católica y apostólica curas y monjas que le llevan a peregrinas reflexiones existenciales:

Pasan tres monjas por el puente.
El Tíber ha visto tantas, que ni las refleja.

O esto otro:

Un cura en bicicleta por el puente.
Yo ya no tengo bicicleta. ¿Acaso
Tendré que hacerme cura
Para tener de nuevo bicicleta?

Mientras continúa reflexionando, ya hemos alcanzado la otra orilla del Tíber, il Lungotevere dei Vallati. Suponemos que se encamina hacia Campo de’ Fiori; precisamente en un soneto suyo nos recuerda que en aquella plaza ardió Giordano Bruno, cuya estatua se puede ver en el centro.
Hoy en día se ha convertido en un mercado para turistas; en los años de Alberti no era exactamente la plaza de Jemmá el Fná, pero aún conservaba cierto sabor popular.

Perchas, peroles, pícaros, patatas,
aves, lechugas, plásticos, cazuelas,
camisas, pantalones, sacamuelas,
cosas baratas que no son baratas.

Frascati, perejil, ajos, corbatas,
langostinos, zapatos, hongos, telas,
liras que corren y con ellas vuelas,
atas mil veces y mil mas desatas.

Campo de' Fiori, campo de las flores,
repartidor de todos los colores,
gracia, requiebro, luz, algarabía...

Como el más triste rey de los mercados,
sobre tus vivos fuegos, ya apagados,
arde Giordano Bruno todavía.                    

Pero el poeta nos da esquinazo y, girando hacia la izquierda, se adentra, por via Giulia, en el rione Regola, en pleno centro histórico de Roma; pasamos por delante de la Fontana del Mascherone, a la que había dedicado este poema:

Asombrada.
Siempre mirando sola,
Mi cabeza cortada.
¿Qué miro? ¿A dónde mira
mi pupila espantada?
Asombrada
de estar mirando todo
sin estar viendo nada.
¿Qué lloro, que no llora
por mi boca espantada?
Asombrada
de llorar por mi boca
y no por mi mirada.
Escuchadme... Soy fuente,
espanto de mi misma,
asombro de la gente.


Al llegar a la altura de la Chiesa dello Spirito Santo dei Napoletani, parece que el poeta dirige sus pasos hacia el Liceo Virgilio, adonde irá a dar un recital poético o acaso otra lección de tinieblas, pero nos sorprende nuevamente y gira hacia la derecha por via de Sant’Aurea hasta Plaza dei Ricci. De repente, nos encontramos frente al número 20 de Via Monserrato; esta fue la primera casa del poeta en Roma, adonde llegó el 28 de mayo de 1963 procedente de Buenos Aires. Por lo que cuentan, una casa donde había vivido San Ignacio de Loyola.
El poeta recuerda de esta primera casa romana:

Mi primera casa romana estaba aquí, en Via Monserrato, número 20: patio-jardín con una hermosa
ninfa al fondo, escalera poblada de bajorrelieves -atletas, marineros, bailarinas- que me miraban al subir y bajar los peldaños altos y desiguales. Mi apartamento estaba en el tercer piso, era el más moderno, con una terraza a la que apenas podíamos asomarnos para no mancharnos de la lluvia de hollín que bajaba de las chimeneas
cercanas. Pero vivir allí, en ese pequeño edificio, era encantador. No sólo la casa, sino también el barrio me encantó, considerándome desde el momento de mi llegada el más honroso de sus habitantes, pariente de esos antiguos exiliados españoles, porque yo, tras veinticuatro años de exilio en Argentina, llegaba a Roma para seguirlo. No hacía mucho tiempo había terminado una versión teatral de La lozana andaluza, la extraordinaria novela «picante» y divertida del reverendo padre andaluz Francisco Delicado. Comencé a recorrer a todas las horas el barrio, que tenía las calles tan estrechas como las de una Toledo menos secreta, más vital y laboriosa. Gatos, grietas, basuras, paños tendidos, artesanos de las más variadas profesiones, el jaleo maravilloso de Campo de' Fiori, con su Giordano Bruno como un fúnebre paraguas sobre el mar de verduras, pescados y zapatos... todo empezó a darme vueltas alrededor, a revolotear, mareándome, aplastándome, fundiéndome en un remolino enloquecido, que junto al peligroso ir y venir de los coches me redujo al perfil de un pobre peatón desesperado, sin embargo colmado de amor y miedo, al mismo tiempo, dentro de ese endiablado laberinto en el que me había metido. Y fue entonces cuando en una noche de prolijas meadas y maullidos fui a topar de repente, no con la sombra de Gioachino Belli, sino con el mismo poeta en persona, ya que su presencia era real, verídica, en todo lo que veía y oía.

Añadimos otro recuerdo de Terenci Moix, frecuentador de la pareja formada por Rafael Alberti y su mujer María Teresa León:

Yo conocí a Rafael y a María Teresa en Via Garibaldi, pero cada vez que pasaba por Via Monserrato, con la iglesia española y los palacios oxidados, pensaba si no habría sido más propio conocerles allí. En la adaptación escénica que Rafael hiciera de La lozana andaluza –con la mirada puesta en Nuria Espert–, Via Montserrato estaba presente de una manera tácita. Los mismos versos dedicados a la Lozana y el fiel Raspín recuerdan sus pasos y tropezones por estas calles, en tiempos de picardía. Conocerían sin duda el Campo de’ Fiori, donde se consumió la pira de Giordano Bruno. Pobres pícaros de una España dormida sobre su sueño imperial, no tendrían tiempo ni preparación para preguntarse la razón de la inquisitorial chamusquina. Pienso, sin embargo, que Rafael y María Teresa se preguntaron muchas veces por la ignominiosa hoguera que les chamuscó a ellos.

Se cierra la puerta de Monserrato 20 y nosotros, ya sin el poeta, seguimos nuestro recorrido, buscando las huellas de España, pero por suerte no hemos de caminar mucho, porque unos metros hacia la izquierda se encuentra la Chiesa di Monserrato.

José Manuel Vigil



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